Germán Vieco Betancurt

(1933 – 2009)
Acuarelista

En sus acuarelas todo adquiere protagonismo. Tras de cada una de ellas hay-sin duda- una historia, una vivencia, una gesta, un sentimiento, un recuerdo, un valor; algo que en su concepto no debe pasar inadvertido para nadie. Ese es su compromiso tácito: pintar la historia y las cosas que están dejando de ser. Y esto lo expresa sencillamente: sin aplicar teorías ni medios que requieran justificación alguna, ya que según él lo bello no necesita explicaciones. Para el maestro Vieco es una verdad absoluta que todo sucede una vez y para siempre.

Su obra es una memoria de la patria chica. Un muestreo del rostro, actividades, costumbres y paisajes regionales.  Apreciar su trabajo es evocar con la memoria la historia silenciosa pero viva y alegre de gentes que aun pueblan nuestras ciudades y campos.

La obra pictórica de Germán Vieco intenta fijar en imágenes la vida cotidiana y el entorno geográfico del pueblo antioqueño. Esta ha sido su obsesión personal y también su compromiso como artista. La mayoría de sus temáticas tienen este común denominador: apresar en el tiempo aquellos elementos de la realidad que constituyen los fundamentos de nuestra identidad cultural. Su pretensión no es otra que re-crear las gentes y el ambiente que aprendió a conocer desde sus años de infancia; compartir con otros las cosas, las sensaciones y sentimientos que nos engrandecen; humanizar y sensibilizar la mirada y el corazón del público; captar la esencia del pueblo antioqueño. 

En sus acuarelas todo adquiere protagonismo. Tras de cada una de ellas hay-sin duda- una historia, una vivencia, una gesta, un sentimiento, un recuerdo, un valor; algo que en su concepto no debe pasar inadvertido para nadie. Ese es su compromiso tácito: pintar la historia y las cosas que están dejando de ser. Y esto lo expresa sencillamente: sin aplicar teorías ni medios que requieran justificación alguna, ya que según él lo bello no necesita explicaciones. Para el maestro Vieco es una verdad absoluta que todo sucede una vez y para siempre.

Su obra es una memoria de la patria chica. Un muestreo del rostro, actividades, costumbres y paisajes regionales.  Apreciar su trabajo es evocar con la memoria la historia silenciosa pero viva y alegre de gentes que aun pueblan nuestras ciudades y campos. “Así vivimos aquí” es lo que parecen expresar con ternura, curiosidad y poesía sus imágenes. “Mis temas son sencillos: los que la gente puede ver a diario en los caminos, bosques y lugares de Antioquia, la tierra bella del mundo. Esas cosas simples pero preñadas de ancestro, con olor a establo, a arriero, a enjalma, a yaraguá y todo lo que nos trae la nostalgia de los tiempos idos. En mis obras recojo la dulce evocación de los abuelos en el corredor de chambranas, sentados sobre un tronco, contemplando las canastas con melenas, las matas de novios sembradas en la bacinilla vieja, en la olla de aluminio o el bucólico campo con aromas de yerbabuena. Todo eso que la civilización se va llevando y que nunca más volveremos a ver”.

Germán Vieco es un pintor que crea por placer y que realiza su obra con plena conciencia por lo que quiere comunicar. La acuarela como su primordial medio de expresión es una opción que asumió muy temprano en su carrera artística. La rapidez, la obtención de resultados inmediatos, fue el criterio que le hizo abrazarla con tanta fuerza y convicción. Para él, la acuarela es un arte mágico y confiable que vence al tiempo y al olvido. Una técnica mitad magia y mitad conocimiento y revelación. Una vida intensa, incesante y dramática requiere de respuestas que permitan el uso pleno de todos nuestros sentidos. Por eso, la acuarela constituye la herramienta más adecuada para realizar ese inventario de la patria chica. Con la elección estética de la acuarela ha podido acceder a la realidad y al imaginario colectivo con fuerza, gozo y sinceridad. Sin retórica ni discursos. Solo con la fuerza que comunican sus sencillas pero impactantes imágenes.

El valor de su obra está en el conjunto de acuarelas que la conforman, incluyendo aquella que realizó por primera vez al aire libre cuando apenas contaba con ocho años de edad y no tenia noción alguna de la técnica y tampoco de dibujo o la perspectiva, y cuyo merito anecdótico está en el hecho de haber sido realizada con la compañía de sus amigos de la cuadra en el barrio Boston de Medellín: Luis Hernández y Fernando Botero. Cada acuarela suya es un pedazo de sus vivencias. El saber extraer verdad y belleza de lo que diariamente contemplamos con indiferencia es propio de los artistas.

Su formación profesional corrió por cuenta propia. El mismo se estima un autodidacta y considera que su ruta actual la encontró desde que tiene uso de razón. Todo lo que sabe lo aprendió con gran esfuerzo. Su infancia transcurrió en un ambiente familiar propicio para cultivar esta temprana inclinación. Los objetos, las cosas y las circunstancias que recuerda de su niñez están estrechamente relacionadas con el dibujo y la pintura. Entre sus principales influencias recuerda a sus propios hermanos, a su padre, dueño de una empresa de artes graficas, y también a su tío Luis Eduardo Vieco, un gran acuarelista de quien nunca recibió una instrucción personalizada de su técnica. Al niño Germán Vieco le encantaba dibujar las escenas decembrinas; le gustaba pintar aquellos globos que la familia elevaba en una finca que tenían por Robledo. En estos comienzos dibujaba más por imaginación. La realidad como modelo es algo que asume unos años después.

Cuando era un niño salía con sus amigos a pintar al aire libre, tal y como lo hacían por entonces los pintores más reconocidos localmente. Todos los sábados y días festivos, casi religiosamente, acudían a los alrededores de Medellín en busca de temas. Por entonces, la ciudad era muy pequeña, todo estaba cerca y la mayoría de los rincones estaban repletos de calor humano, paisaje y color. En su memoria todavía, están vivas las salidas a pintar la cúpula de la iglesia de Buenos Aires, las lavanderas que diariamente se servían de las aguas de la quebrada Santa Elena y la carbonería que estaba cerca de su casa.
Sus años de adolescencia también transcurren entre mesas de dibujo. Primero, en el taller de artes graficas de su padre y luego independientemente como dibujante publicitario y comercial. Esto sin abandonar jamás su obsesiva pasión por la acuarela. Durante este periodo, dos personas lo motivaron indirectamente para perseverar en este propósito. Uno de ellos, su tío,  a través de la observación que realizaba de su obra. Y otro, el maestro Humberto Chaves, un hombre que hizo del costumbrismo y de los ancestros antioqueños un arte grande. Era un admirador de las temáticas que desarrollaron ambos acuarelistas.

El estudio de la obra de Chaves lo hizo en una joyería, localizada en la calle Colombia con carrera Bolívar, donde semanalmente se exhibían dos cuadros del maestro. Allí pasaba horas observando cómo este había trabajado un tema, cómo había trazado una pincelada, cómo había logrado la iluminación y los cortes de luz y sombra. Estas informales clases al aire libre, sumadas a la visita a cuanta exposición se presentaba y a la consulta de cuanto libro especializado llegaba a las librerías y bibliotecas de la ciudad, constituyeron su escuela y su programa pedagógico. Estos momentos ejercían en él tal estimulo que una vez llegaba a su casa ponía en práctica todo lo aprendido. Y aunque este aprendizaje le demandó mucho tiempo y esfuerzo, agradece a Dios el talento y la capacidad que siempre tuvo para asimilar todo aquello que hoy hizo de él lo que es: un artista de la acuarela.

En Miami, y por espacio de un año, realizó estudios de dibujo comercial. A su regreso se vinculó nuevamente al diseño de empaques. Y lejos de pensar en abandonar este trabajo tan absorbente, lo aprovechó para continuar su aprendizaje de la acuarela, en un proceso de reciproca alimentación. Trabajar con los colores le producía una inmensa alegría. Era una forma de permanecer cerca de la acuarela.

La primera exposición del maestro cartagenero Hernando Lemaitre en el Club Unión lo marcó profundamente. Sus temas sobre Cartagena, el mar y la costa, fueron repasados y analizados una y otra vez durante los días de permanencia de la exhibición. Tan grande fue su impacto que a partir de entonces decidió empezar a tomar más en serio su aprendizaje del arte de la acuarela.

A partir de 1974, cuando ingresa como docente del área de dibujo publicitario al Instituto de Artes Plásticas de la Universidad de Antioquia; su fascinación por la acuarela se enriqueció. En sus 21 años de actividad académica, y hasta su jubilación en la Universidad, contagió con sus sueños a otros: alumnos y profesores, con los que formó un grupo de acuarelistas que salían todos los fines de semana a pintar al aire libre hasta que el sol se ocultara. El, que siempre había anhelado contar con una guía, se convirtió en uno de los más queridos y respetados maestros de los estudiantes. La enseñanza fue su nueva pasión. El ambiente universitario lo atrapó y acogió como un hijo privilegiado. De su paso por las aulas, al maestro le complace el hecho de haber tenido la valentía de sembrar la semilla de incrementar el uso de la acuarela como técnica pictórica en una época y en un medio artístico que la concebía como un arte menor y en contravía de los tiempos modernos.

Por esta misma época, aparece en su vida don Gabriel Fernández Jaramillo, un padre y un mecenas, que interesado y convencido de sus dotes artísticas lo persuadió para que realizara una exposición de su trabajo en el Club Unión. Desde entonces, Germán Vieco empezó a trabajar con más fe e intensidad. Y las exposiciones se multiplican con el paso de los años.

Para Germán Vieco las satisfacciones más grandes y conmovedoras a lo largo de su carrera las ha recibido de la gente que conoce y ha seguido la evolución de su obra, y de las personas que asisten a sus exposiciones. “Sólo ellos saben lo que yo siento al pintar. Amor y placer”. Esto es lo que convierte al arte en un acontecimiento universal. Expresiones espontáneas del público como “Germán, se te inundó el alma”, a propósito de una exposición colectiva sobre la tragedia del pueblo del Peñol, que desaparece para dar campo a una represa, son satisfacciones que bien le valen toda la vida invertida en el aprendizaje de su arte.

La obra de Germán Vieco impresiona por la belleza de su sencillez, la capacidad de evocación y la provocación que suscita en la mirada y sentimientos de las nuevas generaciones. “Ahí  quedan pues algunas estampas de nuestros campos para que nuestros hijos y nietos las visiten, aunque sea espiritualmente”.

Siempre se ha dicho que para señalar la significación de un artista necesariamente hay que relacionarlo con su obra y el contexto que la alimenta. Es, desde luego, una condición previa para definir el carácter y la trayectoria de las realizaciones artísticas. Se refleja en esa consideración su personalidad, su estado anímico, factores que permiten la apreciación de una obra artística derivada directamente del sentimiento, que deja gran parte de la fantasía particular de cada artista.

En el caso muy singular de Germán Vieco se da esa identidad en el testimonio de sus obras. Hay, en todas ellas, un perfil escrutador de lo propio, del entorno, del ancestro y de todo cuanto tiene un valor representativo en esa relación cotidiana del hombre con la naturaleza. Basta detenerse frete a una, cualquiera de sus acuarelas para establecer ese vínculo sentimental del autor con su obra. Se dice que el dibujo puede representar la forma y el volumen, lo que permite afirmar que saber dibujar es saber ver. Trasciende a través de la visión y del sentimiento, al movimiento de los pinceles, al color de los paisajes y a la acción de las figuras en todos los escenarios de la naturaleza, concurridos, es no pocos casos, por la pobreza y por  lo elemental en un asentamiento humano. Es la característica casi perenne de nuestro entorno rural. Es la dimensión del mundo campesino visto desde los ángulos vitales de su existencia. Son los rasgos propios de identidad que consagra en sus cuadros Germán Vieco. Se conjugan los cultivos  con la presencia de los canastos, de los precarios utensilios domésticos, el muro deteriorado de la casa y la ventana rústica abierta al sol y al viento, circundada de matas florecidas y hojas verdes. Como lo afirma el mismo Germán, en sus obras plasma lo que la naturaleza le ofrece porque, “El artista nunca superará el color y la luz que ella pone ante sus ojos”.

A la pintura se asigna el anticipo de las artes y en ella se indican expresiones propias de épocas y lugares. Es un mensaje, una comunicación, un lenguaje. Los egipcios en los grabados de movimientos hieráticos y de animales pintados en las cavernas, lo mismo que los griegos en una estilización humanizada, entre la mitología y la vida real convocando la inspiración de los artistas posteriores. Ese influjo del arte pasó en la edad media al campo religioso.

Es algo ya establecido que cada técnica tiene propiedades y demanda un modo de trabajo peculiar, circunstancias estas que conforman la especialidad y el estilo. Así ocurrió con los paisajes toscanos y el arte de la pintura y a la escultura que tuvieron como centro a Florencia y que se dejaron identificar por esa fusión plástico- pictórica advertida en toda la época del Cuatrocento o del primer Renacimiento. Es igual a lo sucedido con la pintura moderna en México o con Guayasamín en el Ecuador. Podría repetirse entre nosotros cuando se habla de las gordas de Botero, o con la línea inconfundible de Ramón Vásquez, o con la remembranza de la ciudad de Francisco Madrid, para citar sólo unos pocos ejemplos y modelos de lo nuestro.

En la obra admirable de Germán Vieco se entrega, con una diafanidad espléndida, la huella imborrable de nuestra historia, de nuestros antepasados, de nuestros coterráneos, de nuestra gente y del núcleo familiar que se conserva entre privaciones de toda índole, sin las vocaciones de antaño y cuya subsistencia se debe, más que todo a la gracia de Dios. Son obras en las cuales se ve, se lee, se percibe y se traduce una cruda realidad que allí, en el marco de esas pinturas, se mira y se admira con alegría y con dolor. La alegría que brota del paisaje y de una naturaleza a veces maltratada. Y el dolor que fluye de esa contraposición que se encarna entre colores y figuras, desdibujando los conceptos de justicia social, de paz y bienestar.  Es lo que se ve  a diario, como lo dice el propio autor, transitando por los caminos y los bosques  de nuestros pueblos.  Allí está, en imagen de un pasado reciente, pero también, por causas muy conocidas y sabidas, de un presente inacabable.

En la obra de Germán Vieco se traducen todos los rasgos históricos de una tradición y de un pasado que aportan al proceso antropológico de nuestra sociedad. Es la unidad del hombre con la naturaleza, es su medio, en un horizonte que se extiende indefinidamente. En sus cuadros se consigna la belleza de la naturaleza en todos sus aspectos. Son, en conjunto, la síntesis de una expresión que se siente primero y se ve luego en la suma de los episodios que en la vida pueden pasar pero no olvidarse porque han sido, y son aún, esencia de una realidad que se goza, se sufre en los ciclos alternos de la especie humana, pero que de todas maneras se vive con la intensidad misma que dan los cambios del paisaje. En los cuadros de Germán Vieco hallamos el espejo de la naturaleza.

Obras